El tesoro
Etiquetas: hámster, número 01 0 comentariosJamás se habían dedicado a otra cosa que no fuera sembrar y esperar a
que ni la lluvia en torrentes ni los animales famélicos diezmaran su
ingreso, claro que no podían esperar a que los intermediarios no
cumplieran con las funciones de la naturaleza. Pero mientras la lluvia
y los animales no les destrozaran el trabajo de semanas, se daban por
satisfechos. "Por lo menos seguiremos viviendo". (...)
Jamás se habían dedicado a otra cosa que no fuera sembrar y esperar a
que ni la lluvia en torrentes ni los animales famélicos diezmaran su
ingreso, claro que no podían esperar a que los intermediarios no
cumplieran con las funciones de la naturaleza. Pero mientras la lluvia
y los animales no les destrozaran el trabajo de semanas, se daban por
satisfechos. "Por lo menos seguiremos viviendo", decía el padre,
mientras se dedicaba a trenzar algunas yerbas para convertirlas en
sombreros y canastas y ganar "un poquito más de centavos para la
lechita de Susana".
Jamás pensaron que por su pueblo pasaría un ave pregonando las
riquezas que les traerían barriles. "¿Barriles?", pensaba Eufemio,
mientras se rascaba la cabeza tratando de entender cómo unos barriles
podían hacerle comer. La gente de las cercanías se agolpaban al
tránsito de la caravana que les regalaba costales de azúcar, latas
(caducas) de frijoles, granos de maíz y otros productos que hace
muchos siglos podían encontrar rascando la tierra. Y entonces,
hipnotizados por los regalos de los forasteros, los oían hablar sobre
el petróleo de los mexicanos, sobre las razones de defenderlo y sobre
la reforma energética.
Pánfilo, el viejo que siempre pastoreaba a sus ovejas muertas, decía a
Eufemio, impertérrito en su trabajo de trenzar canastas, que eso
habían hecho hacía 70 años, y que les habían dicho que ese petróleo
los iba a sacar de donde estaban. "Ni nos han sacado y sí andan
diciendo...", repetía Pánfilo a Eufemio. No les cabía a ninguno de los
dos en la cabeza (ni a todo el poblado, por lo visto) que el petróleo
("negro como la noche y espeso como el atole de Rosa" según palabras
de Gaspar, uno de los que se habían aventado a sacarlo de los pozos
hacía medio siglo) les iba a dar de comer o procurarles saludo o
bienestar.
A nadie le interesaba realmente. Sólo querían la ración que regalaban
aquellos intrusos, que se iban y desaparecían en la lejanía como los
viejos fantasmas que desde siglos atrás los atormentaban con el
recuerdo y la esperanza. Pero Eufemio, como los pobladores, ya estaban
acostumbrados y la indiferencia de sus ojos eran más elocuentes que
las piedras. "¿Para qué usan el petróleo?", finalmente dijo Eufemio a
Pánfilo, una vez que su cerebro había terminado de mascullar los
acontecimientos. "Gaspar dice que para hacer que las cosas se muevan.
Es como el halo de Dios".
Y en la infinita sabiduría del que está fuera de la borrasca, Eufemio
empezó a pensar (cosa que hacía poco pues pensar no da de comer) y se
rascó tanto la cabeza que uno de sus hijos alcanzó a ver las ideas que
nacían, crecían y se reproducían en su cerebro a una velocidad
vertiginosa, en un caos fructífero y nebuloso. "Así debió ser cuando
Dios creó todo esto, seguro sigue pensando", se dijo el pequeño hijo y
se quedó pasmado curioseando en las imágenes, en los sabores, en los
colores, en las formas, en las texturas y en los olores que se
formaban en la cabeza del padre.
La pantalla mágica atrajo a los cinco chiquillos que deambulaban y
como si fuera un televisor, todos se quedaron viendo la ilusión de la
realidad. Seferina, la madre de Todos, llegó a ver porqué nadie estaba
haciendo lo que tenía que hacer y se quedó atónita cuando miró los
sueños que se desbordaban de la cabeza de su esposo. Era como un
torrente que ahora ya cubrían los pies de todos. Seferina tomó un poco
de aquella magia y la bebió. No estaba mal. De hecho le hacía sentir
que todo estaba bien. Quizás una droga, como las que solía utilizar
Eliazara en sus momentos de trascendencia humana.
Se acercó con sigilo innecesario, pues todos estaban estupefactos, y
la pequeña Susana en brazos de Seferina despertó ante la mudez de
todos. "Alda, da da, muiaaa", gritó la pequeña y entonces el padre
abrió los ojos. El torrente mágico se detuvo y ante la sorpresa de los
presentes, veían la idea que estaba recién nacida. "Esto es lo que
sacaría a todos de problemas y dejarían de una vez por todas las
tonterías del petróleo ese", dijo Eufemio, quien se veía que sabía lo
que decía, no en balde habían pasado horas desde que empezó a pensar.
"¿Y qué vas a hacer?", preguntó Seferina. "Iré a ver a los
importantes, para decirles mi idea y que de una vez por todas nos
dejen (y se dejen a sí mismos) tranquilos".
Salió, pues, Eufemio aquella noche, primero hacia la cabecera
municipal (donde nadie lo atendió), después hacia la capital del
estado (donde le dijeron que esas cosas se veían en la capital mayor)
y finalmente se fue a la capital mayor. Llegó al Zócalo, que era
donde, según su lógica aristotélica, sabía que encontraría a todos los
hombres importantes, "desde el presidente de la república hasta el
Sacerdote mayor". Pero cuando estuvo ahí, su idea (que la llevaba bien
protegida entre retazos de papeles en una caja bien amarrada al lomo)
casi se le cae, pues la cantidad de gente le dejó asustado.
"Eran más de veinte", dijo a su familia cuando regresó al pueblo. "¿Y
qué pasó? ¿Les dijiste tu idea?". "No pude, todos gritaban, todos se
empujaban, todos estaban a favor del mentado petróleo, pero nadie se
daba cuenta de que alguien estaba a su lado. Todos eran unas bestias
gritonas, gallinas escandalosas, que con tal de que los vieran ahí,
pisaban al que se pudiera. Me abrí paso con mucha dificultad. Muchos
me dijeron indio apestoso, pero no se daban cuenta de que yo no era el
que apestaba, sino eran ellos mismos. Caminé y caminé y les preguntaba
que a quién podía llevarle mi idea, pero todos estaban estúpidamente
afectados por una voz aletargada y gangosa de un hombre que los
estremecía desde una plataforma. Caminé más y más y cuando estuve
frente a él, le hice ver mi idea. Pero no le hizo caso, pues estaba
más interesado en que los otros lo oyeran que en ver ideas. Así que me
retiré. Quise ver al presidente, pero me dijeron que no me escucharía
a mí, además andaba de gira. Tonces, pues me regresé".
Jamás volvieron a desperdiciar valiosas horas concibiendo una idea.
Jamás volverían a poner un pie (porque todos acompañaron a Eufemio
desde donde estaban) en la capital. Jamás volverían a perder el tiempo
intentando hablar con los hombres importantes. Jamás nadie conocería
que la idea y la solución a todos sus problemas yacía adentro del
jacal, en la parte más recóndita, donde sólo las gallinas (cuando
había) le hacían alguna compañía.
Nota original
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